Con el tiempo, al entrar en contacto con nuestros sentidos internos, podemos experimentar una reconexión con algo más grande: la conciencia divina. Este estado de conciencia no es algo lejano ni abstracto, sino una presencia que nos acompaña siempre, esperando que nos detengamos a escuchar.
La conciencia divina es esa parte de nosotros que es indivisible y eterna, el espacio de nuestro ser que está en paz, que no juzga, que no se angustia. Cuando alcanzamos este estado, experimentamos una especie de “reunificación” con nosotros mismos, porque dejamos de vernos como partes separadas y comenzamos a sentirnos como una totalidad. Es en esta reconexión con lo divino donde encontramos verdadera paz y comprensión, ya que las barreras internas que antes creíamos que nos definían se van disolviendo.
Es decir, cuanto más aprendemos a mirar la vida con los sentidos internos, más se va revelando nuestra esencia completa, nuestro verdadero yo. Y es ahí, en esta reunión con nuestra totalidad, donde se produce un avance auténtico en nuestra evolución espiritual.
Esto es, en última instancia, un viaje de presencia. Es aprender a vivir cada experiencia de forma plena, sin la necesidad de añadirle significados innecesarios. Es sentir el viento en la piel y experimentar esa sensación en todo nuestro ser, sin pensar “hace frío” o “hace calor”. Simplemente sentir, sin fragmentar, sin dividir.
Al practicar la presencia a través de los sentidos internos, podemos experimentar el mundo de una manera completamente diferente. Comenzamos a ver la divinidad en cada experiencia, en cada persona y, lo más importante, en nosotros mismos. Sentimos que no hay nada que esté “afuera” o “adentro” de nosotros; todo es parte de un todo, de una realidad indivisible.
Por ejemplo, al oler una flor, al probar una fruta, incluso al escuchar una canción, si lo hacemos con presencia, dejamos que ese momento sea lo que es, sin añadir juicios ni pensamientos. En ese simple acto de sentir sin fragmentar, estamos más cerca de nuestra esencia divina.
El objetivo no es llegar a la conciencia divina como un punto final de evolución; es empezar a vivir desde ella en cada momento. Porque el “destino” no está al final del camino, sino en cada paso que damos. Cada experiencia, cada sensación, cada emoción, es una oportunidad para ver más allá de la superficie y conectar con nuestro ser más profundo.
En lugar de perseguir la espiritualidad como un logro, podemos vivirla como una forma de ser, de estar presentes, de vivir de manera consciente. La conciencia divina no se trata de ser perfecto o de nunca tener dificultades; se trata de poder mirar cada experiencia sin etiquetas, de sentir desde lo profundo y de permitirnos estar en paz con lo que somos.
La reunificación no es un evento único ni una meta que alcanzar, sino una experiencia constante de integración y expansión. Cuando empezamos a vernos como un todo, sin fragmentarnos por pensamientos o juicios, nuestro mundo cambia.
Podemos practicar esta reunificación cada día, en cada experiencia, en cada interacción. Solo necesitamos darnos el tiempo y el espacio para sentir, observar y estar presentes. Y así, paso a paso, vamos despertando en nosotros una conciencia divina que siempre ha estado ahí y que, al permitirle expresarse, nos guía a vivir con más paz, amor y plenitud.
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